Su historia favorita, lo único que le dejó su madre antes de partir al Otro Mundo, era la siguiente:
«Hace muchos años —recordaba Laura, imaginando el susurro de esa cálida voz de miel por las noches— existió una linda mariposa de color rojo, sus alas parecían gotas y por eso todos le decían mariposa de sangre. Eso no era todo, el desdichado animalito parecía llevar una maldición allá a donde volaba. Le encantaban los niños y un día se metió a una choza a ver jugar a un pequeño; adoraba esas risas y esa felicidad inocentes. Al día siguiente, para su ingrata sorpresa, el niño murió. Le gustaba ver a los enamorados, le hubiese encantado que le llamaran mariposa corazón. De no ser por su mala suerte tal vez así hubiera sido. Un buen día revoloteó entre la pareja más enamorada del pueblo, lamentablemente al día siguiente sufrieron un accidente y solo sobrevivió ella, quien murió de soledad al no tener a su amado.
Y así, mi pequeña, te puedo seguir relatando cómo murió todo aquél que ella visitó. Culpable, dejó de ir a ningún lado. Se encerró y jamás volvió a salir. Otras mariposas se burlaban de ella y le decían que el mismo diablo la había engendrado, que su único propósito era asesinar».
Laura amaba el cuento. Su madre murió a manos de una enfermedad y su padre era un abusivo, un ser sin sentimientos sumergido en el mundo de las peleas y la droga. No pasó mucho para que la abandonara a su suerte a la edad de quince años. Sola, sufrió aún más los abusivos embates de la vida en los barrios miserables de una urbe pobre y pequeña. Enfrentó distintas adversidades como una decena de intentos de violación a los cuales escapó, muchas veces por suerte. Le robaban lo poco que conseguía para comer. Grupos distintos de mujerzuelas le buscaban problemas y peleó más de una vez por su vida.
Era humana así que, como cualquiera, en la edad adulta se hartó de esa vida de porquería. No podía salir de ese infierno, no tenía adónde ir. Una pequeña habitación en un edificio del gobierno, una pocilga llena de malandrines y unas pocas familias decentes que a veces la invitaban a comer, era su hogar. Trabajaba con un tipo que en todo el día le miraba más el trasero que piezas de pan horneaba.
Pensativa, un día regresó, como siempre, sola a su casa. Antes de llegar a la puerta se topó con una pelea callejera; tres tipos fuertes y rapados luchaban contra de un hombre maduro que jamás había visto en las inmediaciones. Los tres se le fueron encima y ella creyó que sería cuestión de segundos para que le arrebataran la vida. Se equivocó; el hombre dejó sin respiración a los tres con un par de movimientos aparentemente simples. Al verlo de cerca se dio cuenta que era un atractivo extranjero de cabello rojo hasta los hombros. Sus ojos parecían contener una intensidad y armonía envidiables.
Ella, sin premeditar las cosas, se acercó a él sin saber qué esperar. Algo la atraía.
—¡Al fin te encuentro! —dijo él con cierta emoción y un acento marcado.
Al inicio no comprendió si se refería a ella hasta que él también dio unos pasos en su dirección. Sin darle tiempo a conocerse, le contó que fue enviado para enseñarle el arte de la lucha, él sería su entrenador. Él, un desconocido de otro país estaba allí para convertirla en lo que más deseaba: un arma para defenderse de la injusticia de la vida, agraviada por el tipo de sitio en que se encontraban.
Paulatinamente el tipo que se hacía llamar Cuchillo le enseñó, día y noche, con pocos descansos, a pelear y combatir como ella solo había visto en la televisión un par de veces. Y, día a día, ella le hacía la misma pregunta al extranjero: ¿quién lo había enviado hasta ese pueblo miserable en su búsqueda? Cuchillo era una tumba, siempre le respondía a regañadientes con la amenaza de dejarla sin completar su entrenamiento. No se podía arriesgar, le encantaba entrenar y preparar su cuerpo para defenderse.
A los dos meses él apenas y había dicho otras cosas que no tuvieran relación con la pelea o el manejo de armas. Le comentó que, como a ella, lo entrenó un individuo misterioso que guardó su identidad hasta desaparecer. Le dijo que un día ella entrenaría a otra persona, la que su Amo decidiera. El misterio seguía siendo ése personaje, quien movía los hilos tras de Cuchillo. El Amo, así lo llamaba.
—Tú serás Lanza —le dijo un día—. Delgada, ligera, ágil y mortal.
Y, justo cuando pasó un año de entrenamiento arduo, Cuchillo desapareció tal como llegó. De cierto modo a Lanza le dolió; perdió a su maestro, su único amigo que, aunque silencioso, era su única compañía.
Ese día salió a las calles, necesitaba caminar un momento antes de dirigirse al trabajo. En un callejón oscuro a pesar del desgarrador sol del amanecer, vio como dos hombres calvos y sucios golpeaban a otro, al parecer, de dinero. Una chispa se incendió en su interior. Sin Cuchillo no habría tanta acción, sola no podría entrenar adecuadamente. Ese era su momento. Tal vez ya era hora de ponerse en práctica.
Primero ambos se burlaron de ella, luego se arrepintieron. Y eso sucedió con cuanto malhechor ella se topaba. Tiempo después ya era famosa, una mujer letal no identificada que salvaguardaba al débil, una heroína.
En las noticas, periódicos, en todos lados estaba su imagen. La mujer que ayuda a los débiles. Más de un niño le preguntó si era novia de Superman.
Su reputación se manchó un día cuando descubrió a un tipo a punto de abusar de una muchachita; con amargos recuerdos en el buche, golpeó tan duro al sujeto que le arrebató la vida, sin embargo esto no la intimidó lo más mínimo. Sólo así, pensó, entenderían los malhechores del pueblo. Su aviso estaba claro: aquél que irrumpiera con la tranquilidad estaría muerto si los ojos de Lanza se posaban sobre él.
Su gusto a asesinar la llevó a recordar el cuento de la pequeña mariposa de sangre y en su honor se tatuó la figura en el torneado brazo derecho, una mariposa que de alas tenía dos gotas. Ella era así, a donde iba la muerte la seguía siempre fiel.
Nadie la atrapaba, era ágil, invencible, el terror del terror. Un puñal que se deslizaba por la oscuridad cortando la garganta de asesinos, violadores, ladrones y corruptos.
De cierta manera le gustaba ser una asesina; imponía orden donde la policía daba risa. Cuchillo le entrenó más que bien. La convirtió en un arma, letal y asesina.
Tanto el gobierno como las mafias y grupos delictivos menores la querían fuera de juego. Era su pesadilla. La Dama de la Muerte le decían los niños, y sus papás se limitaban a temerle y respetarla con prudencia.
Cuando la sed de sangre creció en su seno asesinó casi por deleite a delincuentes menores bajo la insignia de una justicia ciega. Meterse con ella significaba el fin de los días. Muchos le adjudicaron poderes sobrenaturales, nadie podía luchar como ella, y nadie era tan escurridizo. Decían su habilidad era cosa del demonio.