Mariposa de Sangre



Su historia favorita, lo único que le dejó su madre antes de partir al Otro Mundo, era la siguiente: 
«Hace muchos años —recordaba Laura, imaginando el susurro de esa cálida voz de miel por las noches— existió una linda mariposa de color rojo, sus alas parecían gotas y por eso todos le decían mariposa de sangre. Eso no era todo, el desdichado animalito parecía llevar una maldición allá a donde volaba. Le encantaban los niños y un día se metió a una choza a ver jugar a un pequeño; adoraba esas risas y esa felicidad inocentes. Al día siguiente, para su ingrata sorpresa, el niño murió. Le gustaba ver a los enamorados, le hubiese encantado que le llamaran mariposa corazón. De no ser por su mala suerte tal vez así hubiera sido. Un buen día revoloteó entre la pareja más enamorada del pueblo, lamentablemente al día siguiente sufrieron un accidente y solo sobrevivió ella, quien murió de soledad al no tener a su amado. 
Y así, mi pequeña, te puedo seguir relatando cómo murió todo aquél que ella visitó. Culpable, dejó de ir a ningún lado. Se encerró y jamás volvió a salir. Otras mariposas se burlaban de ella y le decían que el mismo diablo la había engendrado, que su único propósito era asesinar».
Laura amaba el cuento. Su madre murió a manos de una enfermedad y su padre era un abusivo, un ser sin sentimientos sumergido en el mundo de las peleas y la droga. No pasó mucho para que la abandonara a su suerte a la edad de quince años. Sola, sufrió aún más los abusivos embates de la vida en los barrios miserables de una urbe pobre y pequeña. Enfrentó distintas adversidades como una decena de intentos de violación a los cuales escapó, muchas veces por suerte. Le robaban lo poco que conseguía para comer. Grupos distintos de mujerzuelas le buscaban problemas y peleó más de una vez por su vida. 
Era humana así que, como cualquiera, en la edad adulta se hartó de esa vida de porquería. No podía salir de ese infierno, no tenía adónde ir. Una pequeña habitación en un edificio del gobierno, una pocilga llena de malandrines y unas pocas familias decentes que a veces la invitaban a comer, era su hogar. Trabajaba con un tipo que en todo el día le miraba más el trasero que piezas de pan horneaba. 
Pensativa, un día regresó, como siempre, sola a su casa. Antes de llegar a la puerta se topó con una pelea callejera; tres tipos fuertes y rapados luchaban contra de un hombre maduro que jamás había visto en las inmediaciones. Los tres se le fueron encima y ella creyó que sería cuestión de segundos para que le arrebataran la vida. Se equivocó; el hombre dejó sin respiración a los tres con un par de movimientos aparentemente simples. Al verlo de cerca se dio cuenta que era un atractivo extranjero de cabello rojo hasta los hombros. Sus ojos parecían contener una intensidad y armonía envidiables.
Ella, sin premeditar las cosas, se acercó a él sin saber qué esperar. Algo la atraía. 
—¡Al fin te encuentro! —dijo él con cierta emoción y un acento marcado.
Al inicio no comprendió si se refería a ella hasta que él también dio unos pasos en su dirección. Sin darle tiempo a conocerse, le contó que fue enviado para enseñarle el arte de la lucha, él sería su entrenador. Él, un desconocido de otro país estaba allí para convertirla en lo que más deseaba: un arma para defenderse de la injusticia de la vida, agraviada por el tipo de sitio en que se encontraban. 
Paulatinamente el tipo que se hacía llamar Cuchillo le enseñó, día y noche, con pocos descansos, a pelear y combatir como ella solo había visto en la televisión un par de veces. Y, día a día, ella le hacía la misma pregunta al extranjero: ¿quién lo había enviado hasta ese pueblo miserable en su búsqueda? Cuchillo era una tumba, siempre le respondía a regañadientes con la amenaza de dejarla sin completar su entrenamiento. No se podía arriesgar, le encantaba entrenar y preparar su cuerpo para defenderse. 
A los dos meses él apenas y había dicho otras cosas que no tuvieran relación con la pelea o el manejo de armas. Le comentó que, como a ella, lo entrenó un individuo misterioso que guardó su identidad hasta desaparecer. Le dijo que un día ella entrenaría a otra persona, la que su Amo decidiera. El misterio seguía siendo ése personaje, quien movía los hilos tras de Cuchillo. El Amo, así lo llamaba. 
—Tú serás Lanza —le dijo un día—. Delgada, ligera, ágil y mortal. 
Y, justo cuando pasó un año de entrenamiento arduo, Cuchillo desapareció tal como llegó. De cierto modo a Lanza le dolió; perdió a su maestro, su único amigo que, aunque silencioso, era su única compañía. 
Ese día salió a las calles, necesitaba caminar un momento antes de dirigirse al trabajo. En un callejón oscuro a pesar del desgarrador sol del amanecer, vio como dos hombres calvos y sucios golpeaban a otro, al parecer, de dinero. Una chispa se incendió en su interior. Sin Cuchillo no habría tanta acción, sola no podría entrenar adecuadamente. Ese era su momento. Tal vez ya era hora de ponerse en práctica. 
Primero ambos se burlaron de ella, luego se arrepintieron. Y eso sucedió con cuanto malhechor ella se topaba. Tiempo después ya era famosa, una mujer letal no identificada que salvaguardaba al débil, una heroína. 
En las noticas, periódicos, en todos lados estaba su imagen. La mujer que ayuda a los débiles. Más de un niño le preguntó si era novia de Superman. 
Su reputación se manchó un día cuando descubrió a un tipo a punto de abusar de una muchachita; con amargos recuerdos en el buche, golpeó tan duro al sujeto que le arrebató la vida, sin embargo esto no la intimidó lo más mínimo. Sólo así, pensó, entenderían los malhechores del pueblo. Su aviso estaba claro: aquél que irrumpiera con la tranquilidad estaría muerto si los ojos de Lanza se posaban sobre él.
Su gusto a asesinar la llevó a recordar el cuento de la pequeña mariposa de sangre y en su honor se tatuó la figura en el torneado brazo derecho, una mariposa que de alas tenía dos gotas. Ella era así, a donde iba la muerte la seguía siempre fiel.
Nadie la atrapaba, era ágil, invencible, el terror del terror. Un puñal que se deslizaba por la oscuridad cortando la garganta de asesinos, violadores, ladrones y corruptos. 
De cierta manera le gustaba ser una asesina; imponía orden donde la policía daba risa. Cuchillo le entrenó más que bien. La convirtió en un arma, letal y asesina.
Tanto el gobierno como las mafias y grupos delictivos menores la querían fuera de juego. Era su pesadilla. La Dama de la Muerte le decían los niños, y sus papás se limitaban a temerle y respetarla con prudencia. 
Cuando la sed de sangre creció en su seno asesinó casi por deleite a delincuentes menores bajo la insignia de una justicia ciega. Meterse con ella significaba el fin de los días. Muchos le adjudicaron poderes sobrenaturales, nadie podía luchar como ella, y nadie era tan escurridizo. Decían su habilidad era cosa del demonio.

Final alternativo a la película el despertar del diablo de 1981, RBC blog



"Tercer acto" 
antología por el blog RBCBOOK.




Hola visitantes, amigos, colegas... En esta ocasión traigo un nuevo relato publicado por el blog de rbcbook, demás decir que es un blog altamente recomendado, en el cual aparecen convocatorias para compilaciones similares a esta, además de tener un montón de artículos para amantes de la literatura, el cine, ente más cosas; visitarlo está obligado. 



En esta ocasión R (entidad encargada de la página) abrió una convocatoria para que relatáramos finales alternativos de películas. Yo quería eligir "El Señor de los Anillos", pero me ganaron jeje (el relato lo pueden leer también en la antología), así que desdí escoger una de mis favoritas del terror, así es, "Evil dead" o "el despertar del diablo" dirigida pro el maestro Sam Raimi en el año de 1981 de la cual ya hay remake también muy bueno. Escribí el final porque no me cuajó el del film. Así que, antes de seguir parlando sandeces, aquí lo tenéis ;)


        




Carta de un Dearg Diliat


Imagen de: http://www.deviantart.com/art/Thinking-Demon-114742257



La mayor parte de mi vida estuvo regida por una maldición, ahora que estoy a punto de morir describiré por qué en esta mi última carta. Es curioso, ahora no sé si el morir es en realidad algo malo; lo miro un poco como la llave que me liberará de las cadenas del dolor, agonía que un simple mortal como tú nunca podrá sentir a menos que esta maldición te encuentre, lo cual dudo mucho. Debo confesarte, yo no elegí ser quien fui. Alguien lo decidió por mí, él, ahora llamado mi otro yo. No nací con él ni mucho menos, él me encontró a mí cuando yo sólo era un niño. Un humano inocente, totalmente desconocedor de aquél mundo muy suyo. No, no es una excusa para justificar todas mis fechorías, de las cuales quizá no estés al tanto. Es la amarga realidad del porqué fui quien fui. Y, ahora que mi esencia desaparecerá, te contaré mi verdadera historia y no la falsedad bajo la que me conociste.   
Comenzó de una manera bizarra y carente de todo sentido común. Mi padre llegó tarde a casa ese día, presumiendo su nueva adquisición: el espejo más feo que jamás he visto en mi larga vida. Era uno de ornamentos burdos y feos de color oro desgastado que contenían un espejo ovalado que reflejaba limpiamente todo a su paso. El artículo medía más que yo, y desde que lo vi no me gustó. Mi padre nos presumió a mi madre y a mí que el vendedor perdió un arduo regateo, lo que resultó en una ganga imposible de rechazar. A mi padre le gustaban esas baratijas, antiguas y raras que, a mi parecer, desentonaban en cualquier lugar que no fuera un museo por su acabado aspecto. Mi hogar estaba lleno de esos objetos: estatuas de dioses, espejos diversos, cuadros antiquísimos, armas carcamales; un mundo de vejestorios históricos. 
Colgó el nuevo espejo en el centro de una pared de la sala, la del fondo. Me molestó un poco porque la mayoría de mis actividades dentro de la casa las hacía allí, ahora tenía que estar vigilado por ese ojo macabro que copiaba cuanto yo hacía. Nunca logré acostumbrarme a él. Siempre era la misma sensación al estar en la sala, como si alguien me estuviera observando. Paulatinamente dejé de asistir a mi sitio favorito, lo remplazó mi habitación, la cual no me gustaba tanto porque estaba más encerrada y no penetraba tanta luz natural. 
La maldición como tal comenzó tiempo más tarde dentro de un mundo distinto al nuestro, los sueños. Fue dentro de mis sueños cuando inicié a convivir con él, claro, al principio no tenía ni la más remota idea de qué significaban o por qué soñaba lo mismo una y otra vez. Para dejar en claro la paranoia mental en al cual me sumergía gradualmente, te contaré mi sueño, mejor dicho, mi pesadilla: me encontraba yo en total oscuridad, con un frío horrible que calaba en mis secos huesos, con un hambre que hubiera matado a cualquier humano. Yo no manejaba mi cuerpo largo y liviano, lo hacía él porque le pertenecía. Él buscaba con su turbia mirada, de vez en cuando, el manto nocturno que se extendía fuera de su impenetrable celda. Vigilaba el mundo exterior y añoraba la libertad. Yo sufría esos sentimientos, sabes, yo miraba fuera de la celda y admiraba, a lo lejos y esparcida bajo la empinada montaña, la ciudad llena de luz y vida. Ambicionaba estar allí y no dentro de esa cueva sin escape. Sí, era una cueva abarrotada en lo alto de algún monte atestado de prominentes árboles incrustados en sus inclinadas laderas. Me soñaba, día a día, encerrado en esa oscuridad helada. Desesperado, añorando la inalcanzable libertad. Cuando despertaba y me daba cuenta que era libre, que el frío no causaba dolor y que mi hambre era poca, una sensación más allá de un simple alivio recorría mi cuerpo.  
Los sueños se hicieron cada vez más desesperantes hasta tal punto que, un año más tarde a lo mucho, dormir no era un sinónimo de descanso. Me estaba acarreando problemas aquello, mis calificaciones en la escuela eran un bodrio, bajé considerablemente de peso, unas nada simpáticas ojeras se habían formado bajo mis pequeños ojos rojos. Mis padres, alarmados, me llevaron con un doctor especializado, mismo que dictaminó la obvia falta de sueño. Trataron de sacarme información de por qué no dormía bien, sin embargo fui una tumba hasta tiempo más tarde cuando se los confesé a mis padres simplemente porque necesitaba ayuda, alguien que me escuchara; les dije todo sobre la cueva, el hambre infrahumana que sufría, el frío que me hería con un dolor no muy distinto al fuego. Preocupados por mi salud mental me llevaron, ahora, con un psicólogo que, después de melar sus palabras y darle rodeos a las mismas, no llegó a una conclusión satisfactoria, sino más bien al cuento de un niño que se estaba volviendo loco por la falta de sueño. Gracias al cielo mis padres no optaron por fuertes medicamentos que me orillaran al sueño profundo.  
Un día, cuando, adormilado y cansado, trataba de leer un libro mientras reposaba sobre el cómodo sofá de la sala, miré el espejo de mi padre. Lo miré, una superficie fría, letal, donde mi reflejo era la burla de lo que fui antes de que ese objeto apareciera en mi casa. Infantilmente lo culpe. En ese instante me acerqué a él sin apartar la mirada. Lo enfrentaba cara a cara. Buscaba una respuesta. Mi padre me interrumpió, al verlo adiviné una extraña preocupación. Me cargó y me llevó a mi cama, donde logré dormir sin soñar con ese frío mundo, como sucedía en benditas y casuales tardes. 
Antes de despertar, la charla de mis padres se coló hasta mi habitación. Hablaban sobre que mi padre me encontró ido frente al espejo, como desmayado pero sobre mis pies. En su tono iba embebida la alarma. Se habían dado cuenta de algo, algo grave. Yo no deseé saber nada, la fatiga me condujo a cerrar los ojos nuevamente, para, esta vez, ingresar a mi fría cueva. 
A mitad de la noche sentí una fuerte sacudida, como si yo fuera un muñequito de trapo siendo utilizado por una niña descuidada. Abrí los ojos para ver, con la poca luz que se colaba de los cuartos contiguos, a mi madre, plantada a mi lado. Me sujetaba y me observaba asustadísima. Yo no estaba acostado en mi cama como debería, estaba enfrente del espejo. 

El can




Se acurrucó sobre su eje, entrelazando sus piernas temblorosas y sus brazos, debajo de la enorme ventana, en el pequeño espacio de pared y suelo alfombrado. A no ser por una olvidada luz rojiza proveniente de un lejano poste de luz con una bombilla exigua que regalaba algo de visión en la penumbra a través de la cortina plástica de rieles, todo ahí sería oscuridad. Observaba como loco para allá y acá, escrutando lo inexpugnable sin suerte alguna.
La lobreguez se alimentaba, sin tregua, de todo lo demás, incluidas sus esperanzas, y lo último que le quedaba de osadía.
Lo sabía, debía ser real. No estaba drogado ni borracho. Le gustaba creer que su locura no había alcanzado aquél extremo, pero tantos años viviendo de esa manera deberían de repercutir en él de un momento a otro, quizá en ese instante lo hacían.
Sus ojos no podían apreciar mucho, sólo vio su vida pasar frente a él. Recordaba todo; cuando sus padres, ambos, fueron asesinados por un maldito hijo de perra. Cuando fue arrastrado en contra de su voluntad a la casa de su horrible tío, quien lo violaba, quien no lo trató como su hijo, ni como humano, como nadie. Creció solo, sobreviviendo en un lugar terrible, lleno de gente malvada, gente sin corazón. Eso mismo lo orilló a ser quien era ahora: uno de los más peligrosos criminales de la zona. Un asesino a sueldo. Perseguía el dinero; la ambición, el hambre de poder, junto con una inhumanidad innata, eran sus principales dotes, sus cualidades. Era el mejor de por allá.
Ahora creía que un ente, que un fantasma, lo perseguía. No sabía si era su final, no sabía si era real, no sabía absolutamente nada. Su punto de vista ante aquello, ante lo desconocido, era simple: pensaba que los fantasmas, monstruos, brujas, etcétera, fueron moldeándose desde mentiras de antaño, mismas que cayeron en manos de escritores pasados quienes la exageraron, para que al final, en estos tiempos, fueran transformadas por Hollywood de una manera infantil, vulgar y fantasiosa.
No podía ser verdad.
El calor se extinguía con la llegada del cruel aliento invernal. Estaba, por otro lado, bañado de sudor. El alcohol le ayudaba a mantenerse caliente, el encerrado lugar también. Su corazón iba a salírsele debido a la aceleración. Tenía muchas ganas de ir al baño, pero no lo haría, no podía. Se levantó, temblando, y orinó en la esquina de su cuarto, luego regresó, tambaleándose, a la ventana. Observó las afueras, no había nadie. La casa más cercana se encontraba a buena distancia. La ventana daba a un callejón tenebroso, pestilente, en donde más de un acto vil fueron cometidos.
Escuchó los veloces pasos de nueva cuenta, ir y venir.
Se tiró debajo de la ventana. Cogió su botella de ron y le pegó un buen trago. 
Aguzó sus sentidos por enésima vez, para al final no ver nada.
―Maldito ―susurró, tomando valentía―, lárgate de mi casa.
Sintió unas manos alrededor de su cuello, como si vinieran de afuera. Sólo eran una sombra, un inexistente halito fantasmagórico, una sensación vaga. Se dio la vuelta para tratar de ver el cuerpo entero, pero no había nada, era su imaginación de nueva cuenta. Serró los ojos fuertemente.
Ese mismo día, en la mañana, había asesinado a un hombre diferente a cualquier hombre. En ese momento no lo sabía, hasta que cometió el cruel acto. Debido a las normas de su trabajo, no pidió demasiada información sobre el personaje en sí, no tenía permitido hacer preguntas, sólo actuar. 
Una vez lo hizo, una vez acabó con él, pudo observar a una criatura en aquella casa desvencijada, era el perro del occiso, un pastor alemán; la creatura estaba azorada, había observado el asesinato de principio a fin. Por causas de la misión, un poco confusa, fue orillado a utilizar un cuchillo para sus fines; normalmente usaba una pistola o veneno. Eso había hecho que el asesinato fuera especialmente cruel. Los ojos del perro no fueron los únicos presentes, imágenes de santos, de raras deidades de alguna extraña religión desconocida, lo miraban desde las paredes. Algunas le eran inconformes, otras le llamaron la atención, así como algunos símbolos: demonios destripando a santos, la imagen de Jesús llorando sangre, el pentagrama, runas hechas con espinas. 

Niebla de Luna







Era el mejor regalo que la joven Andrea pudiera recibir. Cumplía 14 años, ya no era una niña y desde hacía tiempo no le agradaba que la vieran como una. Trataba de emparentarse en charlas avanzadas para su edad. Le que más le gustaba era la ciencia y en especial la astronomía. Cuando era una niña y se quedaba sola en casa, o cuando estaba triste y tenía algún problema que rechazaba contar a alguien más, salía sin ser detectada al patio, donde la luz pura de su cuerpo celeste favorito la cobijaba. Charlaba con la luna para obtener un calor y un apoyo que nadie más le podía ofrecer. Ese amor fue un detonante para que las ansias de conocer y aprender se fundamentaran y maduraran.
Ahora sostenía fuertemente, mientras se ahorraba las ganas de gritar de emoción, una caja alargada a la cual no le quedaba ni un retazo de envoltura para regalo. Sabía lo que contenía: un telescopio. No sólo miraría a su amada luna, su amiga y protectora, sino a cada uno de aquellos misteriosos cuerpos llenos de enigmas, misterios que trataban de ser revelados en revistas científicas o en internet, aunque ella sabía que no se terminaban ahí. Siempre conseguía ser sorprendida por los hallazgos de los astrónomos. Ahora era su turno, turno de desvelar lo que la luna y el cielo no querían contar de buen grado a los humanos.
Estaba resuelto, esa noche no pegaría pestaña. Su pequeña fiesta había terminado. La pasó muy bien en compañía de sus padres, algunos tíos y primos que, como no tenía hermanos, se habían convertido en lo más cercano a uno. El pastel se había terminado dejándoles un rico sabor en la boca, el resto del asado fue guardado en el congelador para, posteriormente, ser desayuno. Sus progenitores ya estaban profundamente dormidos, descansando para recibir el nuevo día con lozanía. Pero ella no dormiría, no esa noche. El cielo era perfecto. De un oscuro profundo, un negro que podría inspirar a cualquier hombre de arte, abismo inquieto irrumpido por millones de estrellas latiendo al son de una silenciosa melodía que acompañaba a la pequeña. Pero nada se comparaba al más hermoso ser celeste, la perla de ese mar, la joya ansiada por dioses; la luna reposaba, enorme, rebosante, lista para ser conquistada.
Siguiendo las instrucciones del manual, echó andar el aparato, su nuevo juguete, su nuevo compañero de aventuras, necesario para surcar el cielo tal como un marinero utiliza brújula y catalejo. Sabía que no era cosa fácil tomarse la tarea de vagar por un mundo que, aunque conocido moderadamente por ella, encerraba millones de misterios. Era como viajar en un mar fantástico mientras esperaba toparse en cualquier instante con alguna isla llena de tesoros. Por ello tomó precauciones; no se desviaría de su objetivo primordial, la luna. Ya tendría tiempo para explorar ese mundo con minuciosidad, ahora era su hambre por ver a su querida luna la que no la dejaba en paz.
Redescubría esa sensación, aquella que las personas sentimos cuando sabemos que algo muy bueno va a suceder y, mágicamente, los segundos se convierten en desesperantes horas. Los minutos que empleó en ajustar el telescopio fueron suficientes para lacerarla, mas ahora tenía su recompensa. La sensación de los reyes al conquistar pueblos era suya. La luna era suya. Tenía su ojo aventurero sobre los fríos y brillantes blancos del satélite.
Y las horas volaron. La somnolencia jamás llegó. Andrea, guiada por un mapa lunar que consiguió en internet ya que el que venía acompañando del telescopio le pareció insuficiente, recorrió cada rincón del satélite. Allí estaba Aristoteles, Tycho, Eudoxus, Kepler… Encontró cada parte fundamental, cada mar, cada cráter y tardó en descifrar las formas a las que, de niña, les colocó un nombre infantil: Cara de Payaso, Animal con Cola, Ojo de Pez.
Estaba eufórica a las cuatro de la madrugada. A esa hora decidió comenzar a realizar anotaciones como toda una científica, sobre una tableta con hojas de papel. Anotaba desde lo más básico, como cuáles formas pudo identificar, hasta lo más minucioso, como describir cosas que nunca había visto. El mismo brillo lunar era la única luz que le permitía ver. Su habitación tenía dos enormes ventanas que estaban abiertas de par en par, como invitando a la gigantesca luna a ingresar.
Se sentó en su cómoda cama, recargó la tablilla en sus piernas y siguió anotando. El ruido del bolígrafo irrumpía cruelmente con el silencio de la habitación. Otro sonido, de repente, desarmonizó la quietud: su reloj de pulsera emitió un pitido indicando que eran las cinco de la madrugada. A ella poco le interesó, sólo dejó a sus manos descansar un momento. Mientras lo hacía, sus bellos ojos claros se posaron sobre la luna la cual pronto se despediría, pero no en ese momento: seguía inusualmente igual de hermosa, como si no pretendiera menguar. Al verla así, como pocas veces, recordó una tonada que ingenió de niña, una dedicada a la luna como recompensa a esa ayuda que le proporcionaba día a día. La entonó en voz baja para evitar despertar a sus padres. Se le antojaba infantil la canción, aunque en ese momento venía como anillo al dedo. Permaneció de aquella cómoda manera un rato, luego trató de regresar a sus hojas. Algo la detuvo antes de que la punta del bolígrafo tocara la superficie nuevamente: un rostro. Un rostro humano en la parte superior de su ventana. Andrea, de la impresión, saltó de la cama, espantada y con el corazón acelerado. Le dio miedo retomar esa dirección con la mirada. Al armarse de valor, un par de segundos más tarde, ya no se encontró con el producto de su repentino frenesí de miedo. Había visto un rostro, estaba segura. De reojo revisó hasta el último centímetro de su habitación, temiendo encontrarse con ese blanco rostro nuevamente. Nada. Cayó en la cuenta de que aquello no había sido nada más que su imaginación, o producto de algún efecto óptico generado por la misma luz lunar al estrellarse en la superficie del vidrio. Quizá era el cansancio, el cual la tomó por sorpresa con un duro golpe.
Agotada al extremo, dejó caer pesadamente su cuerpo sobre la cama y, mientras se despedía de la luna con una sonrisa, entrecerró los ojos. Los últimos destellos de plata la llevaron de la mano hasta la profundidad de su sueño, en donde permaneció hasta que su escandalosa alarma sonó, inesperada.
Cansada aún, abrió pobremente un ojo. Una luz blanca y cegadora le caló al instante obligándole apretar ambos parpados fuertemente para despabilarse del destello. Al recapacitar por unos adormilados segundos, se dio cuenta que esa luz, blanca y pura, no podía pertenecer a nadie más. Era la luna. Abrió los ojos, ahora confundida. Y más se perturbó cuando descubrió un manto a su alrededor, alrededor de todo. Una niebla, como las que apreciaba arremolinarse en las madrugadas frescas por las calles de la ciudad, se extendía imprudente dentro de su habitación, era extraña y no estaba fría ni húmeda.
Andrea, con la idea de que todavía se encontraba bajo las influencias del sueño, buscó la manera de desprenderse de su cómoda cama, sin éxito. Algo la mantenía estática, como un efecto magnético que no le permitía hacer algo por más que estirara los miembros y prestara resistencia. Un miedo frío le recorrió todo su pequeño cuerpo y le erizó hasta el último de sus cabellos castaños. Era como una película de terror. Esperaba pronto ver a un hombre enmascarado con alguna arma terrorífica.

Enemigos del amor, relato en rbcbook


"Día de San Valentín, ¿amado u odiado día?" por el blog RBCBOOK.




Hola visitantes, amigos, colegas... En esta ocasión traigo mi relato publicado en San Valentín por el blog de rbcbook, demás decir que es un blog altamente recomendado, en el cual aparecen convocatorias para compilaciones similares a esta, además de tener un montón de artículos para amantes de la literatura, el cine, ente más cosas; visitarlo está obligado.



Mi relato "Enemigos del amor" es el número 5 de la antología, la cual está abajo para inicial su lectura. Recomiendo leer todos los 19 relatos, todos son un agasajo; más que nada el tema a tratar es sobre ese día, San Valentín, pero visto desde una perspectiva agridulce y fresca, por no decir distinta a la que estamos habituados. 



        


El Mundo de los Muertos


Las malas decisiones, aunque sean tomadas a una edad en que la racionalidad no ha madurado, pueden perseguir por mucho tiempo, quizás hasta la muerte. Esas circunstancias me orillaron a este punto.
Enfrente de la mesa metálica, donde descansaba un pequeño cadáver cubierto por una delicada sábana blanca, lloré, aplastando como lunático mis manos en contra de mis cansados ojos llenos de tibias lágrimas. Mi hijo, el pequeño Hugo de tan sólo doce años de edad, descansa en paz, se ha ido al cielo; el doctor me lo acaba de confirmar. 
La culpa no la tiene una enfermedad mortal; ningún accidente se involucró en ello, ni manos humanas siquiera. ¿Cómo murió? Fácilmente me podría culpar, no lo haré. Fue mi yerro, sí, pero varios factores más allá de mis posibilidades estuvieron involucrados desde el inicio. 
Inició cuando me di cuenta de algunas cosas. La primera, la más obvia, la que todos sabemos consiente o inconscientemente. Muchas veces, estando presente, no creemos en ello: no estamos solos en la Tierra. No es broma, hay más cosas detrás de las paredes dimensionales, muchas accesibles a nuestros ojos, pero somos nosotros mismos quien imponemos esas paredes para no ver nada y así sentirnos a salvo, lo cual es un error, no tenemos porqué tener esa falsa seguridad. La segunda: aprendí que, si un error se comete, debe ser reparado cuanto antes. Casi todo es remediable, a veces cuesta mucho trabajo conseguirlo, a pesar de ello debemos tomarnos esa responsabilidad, con esto efectos negativos no se presentarán en futuro. También conocí la muerte, propiamente dicho, y su mundo, el mundo más oscuro existente en el Todo. En fin, no sólo aprendí eso, aprendí varias cosas y, por desgracia, era tan sólo un niño de doce años cuando sucedió.
Mi familia fue muy unida. Vivíamos como muchas otras, a veces había sonrisas, pocas había discusiones, casi ninguna pelea. Respirábamos el aire de paz, la armonía y el amor. Vivíamos en un pueblo pequeño, las grandes ciudades se urbanizaban cada día más en aquellos años intranquilos, mis padres le temían al cambio. Yo nunca hubiera permutado el pueblo por la ciudad, siempre me sentí más seguro en lo austero hasta que sucedió.
Mi casa, una humilde, de madera, un tanto alejada al resto, era mi fuerte, la amaba, no me gustaba salir de ahí. Me separaba de ella sólo para tomar clases o un poco de aire puro. Mi escuela tampoco era grande, no albergaba a muchos alumnos; todos eran buenos amigos, humildes, reservados, inteligentes.
Un día mi amigo Fred, de mi edad, al cual conocía desde el ingreso a la primaría, llegó muy triste. Se le podía ver en cada aspecto, desde su mirada ―en los ojos, principalmente, se podían ver lágrimas descuidadas y una hinchazón; previamente había llorado mucho, se notaba― hasta su forma de actuar. Él siempre había sido activo, le encantaba brincar de aquí para allá, de forma hiperactiva. Ese día estaba en penumbra, apartado, no se movía ni un centímetro. Cuando los maestros le preguntaban, él sólo decía que estaba bien. Obviamente era una mentira. 
Al finalizar la clase, me acerqué a él. Fred seguía sentado, apoyaba su cabeza entre sus brazos enroscados sobre la mesa, miraba la nada. Al no haber alguien aparte de mí, dejó salir unas lágrimas en paz.
―¿Qué pasa? ―indagué, sintiéndome inoportuno.
―No es nada ―respondió, limpiando de sus ojos las lágrimas delatoras.
―¿Nada? ¿A qué te refieres con nada? ―le miré directamente, su dolor era palpable.
―Nada, mi querido Luis, es nada… ―explicó, tratando de ser coherente.
―Vamos pues, salgamos un momento, el recreo se terminará pronto, no alcanzaremos a jugar en el jardín. 
Le tendí una mano. Yo sabía que le pasaba algo, algo quizá grave. Él seguía reticente, no me dio su mano, sólo se volteó y miró al pizarrón.
―Luis, no saldré hoy. Allá afuera hay cosas, cosas malas, cosas feas… Aquí también las hay, pero allá son muchas más ―habló con el debido tono de suspenso.
―¿A qué te refieres, Fred? ―me comenzaba a dar miedo―. ¿A nuestros compañeros?, ¿a los maestros? Hemos estado aquí casi seis años y no nos han hecho absolutamente nada, ellos…
―Te equivocas ―detuvo mi conversación, y me miró fijamente con unos ojos rojos, terribles, que me dieron miedo―. Ellos no, son sólo simples personas, juguetes de los otros, de los otros seres que están a nuestro lado. No todos son malos, pero los malos son muy malos.
Era oficial: Fred comenzaba a hablar como todo un lunático. Sus palabras se chocaban unas con otras y no poseían coherencia. En definitiva algo había sucedido con mi mejor amigo de un día para otro. Él nunca me había dado miedo ni mínimamente. Ahora le temía, era otro, era un loco.
―Los buenos son amables, Luis. Uno se llama Amable, ¿te lo imaginas? Otro se llama Verdad y su hermano es Credibilidad, está el señor Trabajo, el tío Familia. Sus nombres son muy raros, pero ellos son muy buenos. Pero los malos tienen nombres malos ―puso una cara triste―: Tormenta, Veneno, Cuchillo… Muerte ―al decir el último nombre, tragó saliva audiblemente―. Muerte es el más malo de todos, y yo lo conocí. Él me ha hecho esto, Luis, me asesinó.
―¿De qué hablas? ¿Eso quiere decir que estás muerto? ―más que asustado, estaba preocupado. No sabía si creerle a mi mejor amigo, a mi casi hermano, o sólo juzgarlo. Pero no decía mentiras, eso lo sabía.
―No ―sonrió―. Sigo vivo, Luis, vivo pero muerto. Jamás estaré como antes, y el reloj comenzó la marcha. Muerte no es el culpable, no, no lo es. No hace esto a nadie sin que interfiera el debido motivo. Alguien que creí era bueno, no lo era. Todo fue un error.
En mi rostro se denotaba la angustia. Le seguí la corriente, un poco formando parte de su histeria:
―¿Y quiénes son ellos? Me refiero a los otros, los buenos y los malos.
―Lo más triste ―dijo pausadamente― es que han estado aquí, Luis, desde siempre. ¿Sabes qué quiero decir con siempre? ―negué―, antes de tu nacimiento, o el mío, o el de tu padre, o el de la Tierra. Ellos la crearon, unidos; son los espíritus de todo, las voces, la razón por la que estemos aquí. El más bueno de todos, es aquel que llamamos Dios.
Me infundió levemente más temor. Yo era muy joven, no conocía cuestiones religiosas, sólo las básicas inculcadas por mi formación católica. Mi madre era una fanática religiosa, si hubiera escuchado a Fred lo hubiera tachado de demonio, de ateo, de monstruo. Yo no lo hacía porque él era mi amigo, de su boca salían claras mentiras, no podían ser otra cosa. Fred jamás me había mentido, ni a sus padres, ni nuestros maestros. Eso eran mentiras, deberían de serlo.